La crisis ha puesto de manifiesto la naturaleza real del sistema político que tenemos. Más concretamente ha puesto de manifiesto que el sistema político actual no sirve para nada porque no es el espacio donde reside el poder. El poder, más al contrario, se encuentra en las grandes empresas y particularmente en la gran banca comercial privada y los multimillonarios fondos de inversión que ésta gestiona. Este poder económico es el que controla los mercados financieros y el que chantajea a los gobiernos exigiéndoles la aplicación de duros planes de ajuste que nadie ha votado.
La democracia ha quedado relegada a un segundo lugar o, más correctamente, ha sido desenmascarada. Saramago decía hace muchos años que vivíamos en una burbuja democrática donde el poder residía realmente en las grandes instituciones financieras internacionales, y la crisis no ha hecho sino darle absolutamente la razón. La democracia política, nuestra democracia, se revela ahora claramente como un elemento de marketing que disfraza y justifica una horrible dictadura: la dictadura del capital, del dinero y del “tanto tienes, tanto mandas”.
Pero no hemos llegado aquí ni por casualidad ni tampoco de una forma inevitable. Y por eso mismo tenemos alternativas.
Cuando un agente económico (Estado, Empresa u Hogar) se endeuda lo que ocurre es que queda a merced del prestamista, que le exige una serie de condiciones. La clave entonces es entender por qué hemos llegado a endeudarnos tanto como para que nuestros acreedores (prestamistas) nos exijan la aplicación de tantas reformas. Para explicarlo debemos tener en cuenta dos aspectos. El primero, que la deuda pública ha crecido a consecuencia de la crisis y aún así se mantiene en niveles muy inferiores a los de otros países como Alemania y Francia y sobre todo Italia y Grecia. Por lo tanto la responsabilidad de que la deuda se haya disparado es de la crisis y de sus causantes, esto es, la gran banca comercial privada que es también la que se está beneficiando de los rescates bancarios y de los rescates a los países. El segundo, que el endeudamiento es necesario cuando la relación ingresos/gastos se vuelve deficitaria, y eso puede ocurrir bien porque los gastos son demasiado altos o bien porque los ingresos son demasiado bajos. Y España ha vivido varias legislaturas del Partido Socialista y del Partido Popular en las que se ha apostado sistemáticamente por rebajar la carga impositiva, es decir, por reducir los ingresos del Estado y favorecer a las clases más adineradas. Si tuviéramos más ingresos no recurriríamos tanto al endeudamiento que, por cierto, nos ofrecen las mismas entidades y grandes fortunas que han dejado de pagar esos impuestos.
Además, en los últimos treinta años de hegemonía económica y cultural del neoliberalismo los Estados nacionales han delegado parte de su soberanía a entidades supranacionales que, como la Unión Europea, están configuradas de una forma antidemocrática y donde la capacidad de decisión de los ciudadanos está muy limitada y además tiene que enfrentarse ante el poder más fuerte de los lobbys que pululan por Bruselas. Con ese estado de las cosas al final la voz del ciudadano queda ahogada en el mar de los intereses empresariales que hacen y deshacen sus leyes, directrices y recomendaciones supranacionales.
Pero de forma más preocupante los Estados se han deshecho de los instrumentos económicos que permiten a una sociedad decidir cómo quiere organizarse colectivamente. En primer lugar los Estados han regalado la gestión de la política monetaria a un grupo de tecnócratas con unas ideología muy determinada, la neoliberal. En efecto, el Banco Central Europeo es una entidad pública pero independiente del poder político y que no tiene que rendir cuentas ni siquiera ante el parlamento europeo. Sus técnicos se consideran a sí mismos los científicos asépticos e imparciales de la economía, cuando todas sus decisiones conllevan un sinfin de costes que están muy desigualmente repartidos. Incluso su mera concepción estatutaria implica una toma de partida por las clases dominantes. Y, en segundo lugar, los Estados han vendido y malvendido prácticamente todas sus empresas públicas justificándose en principios teóricos que luego no se han demostrado válidos.
Un Estado sin Banca Pública y sin Empresas Públicas está a merced de los poderes económicos, ya que carece del margen de maniobra suficiente para tomar las decisiones correctas y necesarias. De hecho eso es lo que estamos viendo en esta crisis, cuando los gobiernos tienen que limitarse a pedir por favor a los bancos comerciales privados que proporcionen financiación a la economía real. Pero estos bancos son conocedores de su poder y se permiten el derecho de chantajear sistemáticamente a los gobiernos, sin que éstos reaccionen. Lo mismo ocurre con las grandes empresas, ya libres de los obstáculos que suponen las regulaciones públicas y sobre todo las empresas competidoras públicas, que podrían ser referentes en materia salarial, ambiental o de inversiones productivas.
En efecto, desde 1985 hasta el año 2000 en España se han privatizado un total de 117 empresas públicas. El proceso lo comenzó el Partido Socialista, pero lo continuó de forma más agresiva el Partido Popular. Se vendieron empresas altamente rentables como Repsol, Gas Natural, Telefónica o Argentaria, y se mantuvieron las empresas menos rentables y que no encontraban compradores. Además en muchos casos se malvendieron a través de procesos discrecionales que incluían una valoración de los activos públicos muy inferior a la que deberían haber tenido, lo que suponía una transferencia automática de dinero desde el sistema público hacia la empresa privada. Todos esos procesos se justificaron haciendo alusión a la eficiencia, a la mejora de las ventas, y a la mejora general del funcionamiento general. Más de veinte años después del inicio de aquel proceso los estudios económicos revelan que todo aquello era falso (véase este artículo académico). La inmensa mayoría de las empresas no mejora ni en eficiencia, ni en productividad ni en el funcionamiento general. Y sólo lo hacen aquellas que han llevado a cabo procesos de reestructuración, lo que significa que el funcionamiento no está ligado a la naturaleza de la propiedad sino al tipo de gestión. O lo que es lo mismo, que si en vez de vender a empresas privadas se hubieran acometido reestructuraciones en el tipo de gestión, la organización productiva hubiera sido la misma que la de ahora pero el Estado tendría más de cien empresas públicas (y sus ingresos).
No obstante, la mayoría de las privatizaciones se hicieron para reducir el déficit y para de esa forma poder satisfacer los criterios de entrada a la Unión Europea. Los gobiernos sacrificaron ingresos futuros a cambio de ingresos actuales, y estos últimos de menor cuantía a la que se debería. Pero como digo también sacrificaron herramientas de control de la economía. Herramientas que permitirían ahora capear mucho mejor el temporal de la crisis.
Basta imaginar si el inmenso poder que tienen los mercados y los bancos sería el mismo en caso de que el Estado dispusiese de una gran Banca Pública y de un entramado rentable de Empresas Públicas. Es obvio que su fortaleza le haría mucho más inaccesible a los ataques de los mercados, que ven en la debilidad del Estado la oportunidad perfecta para explotar nuevas posibilidades de negocio. De hecho, si especulan contra Grecia, Portugal y España no es porque haya fuertes fundamentos económicos sino porque son elementos débiles en el espacio europeo.
Lo que podemos hacer es bien sencillo, pero requiere voluntad política para llevarlo a cabo. En primer lugar es urgente establecer una auditoría de la deuda pública. Liberar la carga financiera que llevan asociados los contratos ilegítimos con la gran banca y los fondos especulativos nos permite desactivar el chantaje de los mercados, puesto que nos deja menos expuestos a sus demandas. Y en segundo lugar hay que construir una verdadera banca pública que nos permita no sólo dirigir el cambio del modelo productivo sino también ejercer de contrapeso al enorme y excesivo poder de la banca comercial. Y luego tenemos que ir recuperando todas las empresas privatizadas, haciéndonos con el control del timón de nuestra propia economía y posibilitando el carácter democrático del sistema político.
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