He escuchado con frecuencia, en acampadas y manifestaciones del movimiento 15-M, que este último no puede quejarse del trato, razonablemente generoso, que ha recibido de los medios de comunicación. Semejante afirmación, un tanto sorprendente, encaja a la perfección con la condición de un movimiento que, saludablemente crítico con tantas cosas, parece poco interesado en contestar una de las fuentes principales de miseria que atenazan a nuestras sociedades.
Olvidemos hoy, y por una vez, a la caverna mediática orquestada por la derecha más ultramontana. Limitémonos a señalar al respecto que, dramáticamente fuera de la realidad, ofrece en estas horas algunos de los mejores programas de humor de radios y televisiones. Bastará con recordar que uno de sus todólogos -estrella se permitió señalar que el movimiento 15-M estaba dirigido por etarras especializados en guerrilla urbana…
Mucho mayor interés tiene lo que ha ocurrido en las últimas semanas con los medios de comunicación ‘progresistas’ (no me deja de sorprender que este adjetivo siga siendo utilizado por muchos para retratar una realidad que al parecer entienden es venturosa). Hablo de los medios que se hallan bajo control de gobiernos socialistas, como hablo, en otro terreno, de los diarios El País y Público.
Si se trata de sopesar lo que, a mi entender, han abrazado los medios ‘progresistas’ en relación con el 15-M, lo primero que hay que señalar es que parecen atenazados por una obsesión: les molesta sobremanera la condición de un movimiento que, orgullosamente asambleario y antiautoritario, carece de caras visibles. La desesperación que esto genera conduce a filigranas, comúnmente patéticas, para encontrar esas caras.
Más allá de lo anterior, los medios ‘progresistas’ parecen empeñados en defender altruistamente al movimiento frente a la caverna. Claro es que, al hacerlo, prefieren olvidar lo que el movimiento es en sí mismo, como prefieren sortear que tiene suficientes arrestos para defenderse por sí solo. En su trabajo lo común es que echen mano de una descripción que considera que el 15-M exhibe dos caras: mientras, por un lado, estarían los jóvenes indignados, siempre pulidos y civilizados, por el otro se hallarían los marginales, violentos y deleznables antisistema de siempre. Al amparo de esta dramática e interesada distorsión de la realidad, se inclinan por ignorar que la única distinción de relieve a la hora de dar cuenta de lo que el movimiento arrastra es la que identifica, de un lado, a los jóvenes indignados --a menudo visiblemente meritocráticos-- y, del otro, a un sinfín de activistas de los movimientos sociales críticos. El trato que estos últimos merecen se divide entre el olvido y la demonización franca.
De resultas de lo anterior, los medios ‘progresistas’ parten de la presunción de que el grueso de las propuestas que nacen del movimiento son razonables y respetables, como lo son esos jóvenes lógicamente indignados que se manifiestan en acampadas y calles. Para llegar a esa conclusión no queda otro remedio que rebajar sensiblemente el contenido de esas propuestas, dejando al efecto sobre el terreno únicamente aquellas que disfrutan de un apoyo poco menos que universal. Así las cosas, sólo se nos habla de la necesidad de luchar contra la corrupción, fortalecer la división de poderes y reformar el sistema electoral, en abierto olvido de que del movimiento surgen propuestas que reclaman transformaciones radicales, contestan activamente lo que supone al capitalismo y hacen suyos los cimientos de una sociedad antipatriarcal, antiproductivista e internacionalista. Todo esto último, sin más, no interesa.
Los medios de comunicación ‘progresistas’ ignoran, en suma, la que al cabo es la apuesta principal de muchos de los activistas que trabajan en el movimiento 15-M: la que, lejos de reclamar una reforma del sistema que padecemos, reivindica la generación de espacios de autonomía en los que, de manera autogestionaria, se apliquen reglas del juego muy diferentes de las hoy imperantes. En este sentido, los medios que nos ocupan no dudan en señalar que el movimiento debe contentarse con influir sobre otros --gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos-- o, en el mejor de los casos, debe asumir el ejercicio de pasar por las urnas para refrendar sus presuntos apoyos populares. No parece que lo anterior sea otra cosa que un ejercicio de ingeniería obscenamente encaminado a cortar las alas a un movimiento que, en virtud de su impulso inicial, busca con claridad otros horizontes. Para hacerlos realidad, cada vez parece más urgente que asuma una posición de franco distanciamiento con respecto a la miseria que difunden los medios ‘progresistas’.
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